Las bombillas halógenas son una evolución de las bombillas incandescentes, por lo que la base de su funcionamiento es bastante similar. En este caso, el filamento de tungsteno se encuentra dentro de un tubo de cristal de cuarzo (en ocasiones de vidrio aluminiosilicato, componente base de los famosos Gorilla Glass de las pantalla de los móviles), junto con un gas inerte (xenón o kriptón) y una pequeña cantidad de gas halógeno (normalmente yodo o bromo).
Uno de los principales problemas de las incandescentes tradicionales consiste en que el filamento de tungsteno se evapora poco a poco con el uso, y se acaba degradando, lo que disminuye su vida útil. Además, el tungsteno degradado opaca el bulbo de vidrio, dándole una coloración negruzca, lo que impide una correcta emisión de la luz. Esto se remedia en las halógenas gracias a que el filamento y los gases del interior del tubo se hayan en equilibrio químico, debido a que entre ellos tiene lugar el ciclo halógeno.
El ciclo halógeno consiste en que el tungsteno, también conocido como wolframio, una vez evaporado se une al gas halógeno (yodo o bromo) y forma un compuesto gaseoso, ya sea diyoduro de wolframio o hexabromuro de wolframio. Este gas se mueve caóticamente dentro del tubo hasta que, al entrar en contacto con el filamento, éste, al estar incandescente, provoca la separación del compuesto. Así, el tungsteno se deposita de nuevo en el filamento, y el gas halógeno vuelve a su estado inicial.
De esta forma, se consigue que el filamento tenga una mayor vida útil y que se mantenga la claridad del bulbo. Esto permite que el filamento funcione a una temperatura mayor que las incandescentes tradicionales sin miedo a que se degrade, lo que implica una mayor eficacia luminosa, y también una mayor variedad de temperaturas de color (cálida, neutra, fría).
Debido a estos avances, es posible fabricar bombillas halógenas de tamaño mucho menor, pero mayor potencia, que las incandescentes. Así, las halógenas se producen y comercializan en una gran variedad de formatos y tamaños distintos, que en algunos casos consisten simplemente en el tubo de cristal de cuarzo y el casquillo pertinente, y en otros, el tubo está contenido dentro de un bulbo de vidrio, como en las incandescentes tradicionales.
El ciclo halógeno necesita 250ºC para tener lugar, motivo por el cuál el se usa el cristal de cuarzo para proteger el filamento en lugar de vidrio, ya que es un material capaz de soportar tales temperaturas. Por lo tanto, especialmente en el caso de las bombillas halógenas en las que el tubo de cristal de cuarzo no están contenido en un bulbo de vidrio, no se recomienda manipularlas cuando están encendidas o recién apagadas, debido a que pueden causar quemaduras graves en la piel. Estas altas temperaturas pueden llegar a provocar incluso incendios, siendo una causa relativamente común de los mismos en países como Australia.
Los orígenes de las halógenas se datan en 1882, año en el que su precursora, una bombilla incandescente de filamento de carbono, con cloro para combatir el oscurecimiento del bulbo, fue patentada. 10 años después, en 1892, se comercializaron otras bombillas, esta vez ya de filamento de tungsteno, que también empleaban cloro con una función similar. De todas formas, no se describiría el ciclo halógeno en una bombilla hasta 1933, cuando se propone llevarlo a cabo usando yodo, siendo las primeras bombillas halógenas propiamente dichas patentadas y sacadas a la venta en 1953 por General Electric, importante empresa estadounidense sucesora de Edison General Electric, fundada por Thomas Edison.
No tardaron mucho tiempo en aparecer alternativas a este tipo de bombillas, mucho más eficientes y con una mayor vida útil. En primer lugar, la tecnología de los tubos y luminarias fluorescentes, existentes antes de las halógenas, pudo adaptarse al formato de bombilla, las conocidas como bombillas de bajo consumo.
Sus mayores competidoras llegaron años después, las bombillas basadas en la iluminación LED, que en la actualidad son las más eficientes de todos los tipos de bombillas y lámparas, con un rendimiento energético de entre un 50-80% mayor que las halógenas, y una vida útil hasta 17 veces más larga.
En busca de una gran mejora de la eficiencia energética, de la calidad de la iluminación y de una gran disminución de la contaminación, entre 2016 y 2018, siguiendo las directrices del Reglamento (UE) 2015/1428, se prohibió la fabricación y distribución de bombillas y lámparas halógenas (excepto unos pocos modelos de bajo consumo) en los países de la Unión Europea. Una normativa similar ha sido implantada también en Australia en 2020.